Este año se conmemora, una vez más, el Año del Bosque. Hace unos meses leí el libro de Julia Butterfly Hill, en el que narra su experiencia viviendo dos años en lo alto de una secuoya milenaria, en un bosque de Estados Unidos, para impedir que talaran el árbol. Consiguió así llamar la atención sobre la importancia de preservar estos tesoros vivos, denunciando las agresivas prácticas de las industrias madereras, que saltándose las leyes de protección medioambiental, efectuaban talas masivas destruyendo toda posibilidad de renovar los bosques. Me impresionó la valentía de esta mujer, heredera de otras heroínas históricas como Amrita Devi, que en la India de hace tres siglos, se abrazó a un árbol para que no lo talaran. El maharajá local necesitaba leña para un nuevo palacio. Junto a ella fueron asesinadas otras 363 personas de su tribu por hacer lo mismo, entre ellas sus tres hijas. Después de la masacre, las autoridades concedieron a estas tribus tierras protegidas, que asombrosamente siguen floreciendo actualmente en medio del desierto del Thar, gracias al cuidado de los bishnoi, tribu a la que pertenecía Amrita Devi, y cuya religión se basa en un profundo respeto a toda forma de vida, incluyendo la vegetal.
Y yo me pregunto, ¿necesitaremos encaramarnos a un árbol durante dos años para conectar con nuestra verdadera humanidad? Aunque nosotros no vivimos cerca de secuoyas milenarias y la forma de vida de los bishnoi nos parecerá lejana, creo que no deberíamos olvidar la importancia de los árboles en la tradición y cultura vascas. Basta con rememorar a ese prodigioso personaje de la mitología vasca, el basajaun, el señor de los bosques, un ser con figura humana y una fuerza portentosa, con el cuerpo cubierto de pelo y larga cabellera, un amoroso pastor de árboles y protector de hombres y rebaños. La leyenda cuenta que desaparecieron cuando los hombres dejaron de creer en ellos. Yo sin embargo no pierdo la esperanza de encontrarme alguna vez con un basajaun paseando por el Gorbea o entre las hayas de Irati o los robles de alguno de los maravillosos bosques vascos.
Me pregunto también por qué suele fascinarnos tanto la Edad Media. ¿Sólo por sus doncellas, caballeros y animales míticos? ¿Sólo por sus dragones y sus sagas? Yo creo que es sobre todo por sus bosques. En las leyendas medievales hay bosques por todas partes. Ellos, los árboles, cuya presencia convierte en mito cualquier historia, enmarcan todas las leyendas medievales de la cultura de Occidente. Ellos constituyen las grandes catedrales naturales donde ejercer los rituales de lo sagrado que más adelante la Inquisición se ocupará de desterrar, masacrando a poblaciones enteras. Pero los bosques siguen ahí, reducidos, a pesar de la avaricia, la ceguera y la inconsciencia del hombre. Siguen ahí esperando que los contemplemos como hermanos vegetales, como seres enraizados y enramados en el mismo misterio que nosotros. Los celtas lo vieron así, y crearon un horóscopo formado por nombres de árboles. Ignacio Abella aporta una valiosa información sobre este tema en su maravilloso libro La magia de los árboles.
El pintor austriaco Friedrich Hundertwasser, en cuyos cuadros, toda una fiesta de color, abundan los árboles, materializó el concepto del árbol-inquilino dentro de los proyectos que diseñó para la ciudad de Viena, creando viviendas de pisos en las que los habitantes no se sintieran prisioneros. Se trataba de crear espacios dentro de las viviendas, donde plantar árboles que a su vez sirvieran para reutilizar y limpiar el agua y el aire de los edificios. El mismo autor pidió permiso al gobierno de Nueva Zelanda para ser enterrado debajo de un árbol, sin ataúd, porque consideraba un honor que su cuerpo muerto sirviera de nutriente a un bellísimo árbol. Hundertwasser definía así su pintura: “Siempre he comparado los cuadros con los árboles. Un cuadro sólo es bueno cuando puede compararse con un árbol o un ser vivo”.
El novelista italiano Ítalo Calvino rinde homenaje a los árboles en su maravillosa novela El barón rampante. En ella narra la historia de Cosimo Piovasco, barón de Rondo, que a los doce años decide subirse a un árbol de los bosques de su propiedad como gesto de rebelión contra la tiranía familiar, descubre la libertad que otorga vivir en el aire y no vuelve a pisar tierra jamás. Una novela preciosa que contempla el mundo desde la altura de los árboles y el laberinto solidario de las hojas, desde donde el barón desafía a cualquier tipo de autoridad que intente imponerle un orden, convirtiéndose en testigo activo de grandes acontecimientos de la Historia.
Y siguiendo con la literatura, reproduzco a continuación el inicio del discurso que el escritor José Saramago leyó cuando le concedieron el premio Nobel de Literatura en 1998: “(…), y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”. Aún me sigo emocionando cuando lo leo. Tal vez porque yo desciendo también de pastores y gentes del campo, y admiro su dignidad, humanidad y su sabiduría, tan ligadas siempre a la tierra.
Sostengo además con convencimiento que los árboles nos convierten en mejores personas, si somos capaces de empatizar con ellos. Vaya aquí mi homenaje personal con este pequeño poema:
La incertidumbre de los árboles
Cuando los mira un hombre
Que no sabe que están bailando para él
Abriéndole sus anillos concéntricos
Atrayéndole hacia el centro
De sus corazones vegetales.
BIBLIOGRAFÍA
Calvino, Ítalo: El barón rampante. Editorial Siruela. Madrid,1998.
Abella, Ignacio: La magia de los árboles. Integral. RBA. Barcelona, 2001.
Butterfly Hill, Julia: El legado de luna. RBA. Barcelona, 2002.
Web del pintor Friedrich Hundertwasser: www.hundertwasser.at